- Usted también trabajó en varios bancos. ¿Cómo fue esta experiencia?
- Estuve muy vinculado con Banesto, antes de la llegada de Mario Conde. Siempre tuve con ese banco unas responsabilidades culturales y un part-times, porque a lo que me he dedicado y de lo que he vivido siempre es de nuestro despacho de abogados. Durante cierto tiempo, fui vicepresidente del Banco Comercial Paraguayo, en Sudamérica, en el que participaba Banesto. Me pasaba cuatro semanas aquí y una allá. Tenía que visitar parte de Brasil, Argentina, Paraguay y Uruguay. Al principio, me gustaba mucho porque viajaba y veía países hermosos. Pero, a los ocho años, me llegó a cansar. Es la diferencia que hay entre una obligación y una devoción. Aunque a mí la banca siempre me ha interesado. Es un mundo curioso en el que hay que estar muy anclado profesionalmente. Es como la profesión de poeta que, para desarrollarla, se tiene que nacer. Hasta tal punto que, durante unos años, estuve representando la banca intermedia, pero siempre dentro de los temas jurídicos.
- Usted sostiene que, para ser banquero, se tiene que nacer. ¿También para ser abogado o político?
- Tanto el político como el profesional se hacen. Los caminos son muy distintos, pero, concretando, yo creo que la política, quiérase o no, con mayúsculas o con minúsculas, es un arte. En una frivolización del término, es lo que los franceses dirían “le grand jeu”. Es un juego que tiene que ser enormemente noble, con una dedicación muy importante, y en el que la gente que tiene responsabilidades tiene que estar imbuida en un concepto de responsabilidad con mayúsculas. Y eso comporta un gran sacrificio. Yo no sé si la política se puede transformar en profesión, pero, en Europa, ya se acepta sin ningún desdoro que un político llegue a ser un profesional de la política. No puedes estas en ambas partes. Y, en muchas ocasiones, he oído lamentaciones de que se deberían mejorar mucho los cuadros políticos, contando con buenos profesionales y empresarios. Pero mucha gente no quiere o no puede dar un paso que le comportaría grandes sacrificios y renuncias.
- Veo en su biblioteca un tema que se repite: la relación Catalunya España.
- Me interesa muchísimo. Como muestra, estoy leyendo un interesante trabajo de Jordi Pujol en un número de Cuadernos de Política Exterior sobre el futuro de las naciones
- Desde su punto de vista personal, ¿cómo ve usted los nacionalismos?
- Me parece que es Porcel en “Mediterráneo” quien habla, en uno de sus últimos libros publicados, del historiador Braudel. Éste nos indica que el no definir te abre horizontes inesperados. Sería cómodo no definirse. No es que rehuya la definición, pero me basta con el artículo 2 de la Constitución. Ésta se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades que la integran. De todas formas, reconozco que la terminología es confusa y que se puede proceder a una clarificación. Algunos confunden Nación con independencia, al interpretar que el fin del nacionalismo es la independencia y, en este sentido, la acción política de algunos partidos nacionalistas es como poco ambigua. Eso siendo ingenuos y bien pensados, cosa no aconsejable en política. Pero nosotros somos espectadores de la “mundialización” y este fenómeno comporta como poco el problema de armonizar la “voluntad de mantener la identidad nacional con la voluntad de integración en entes supranacionales”.
- Y todo esto, proyectado en los nacionalismos, ¿cómo se come?
- Es difícil y complicado de digerir. Por ejemplo, en el caso de Catalunya, veo una dinámica de doble lenguaje. Quizás mi percepción sea provisional, pero me parece que Pujol –político muy dotado e inteligente– adoptó últimamente posiciones de Cambó, cosa que, si es así, sería, a mi modesto juicio, muy positiva. Creo que el esfuerzo de avenencia de Pujol se contrapone con una mala presentación fuera de Catalunya. Y esto que seguramente es injusto, es real y nocivo para la imagen de Catalunya, y tensa innecesariamente las relaciones de gobernabilidad. Dentro de Catalunya hay que reconocer los grandes logros políticos, económicos y culturales. Sin embargo, existe una sensación de crecer hacia adentro y de empequeñecer lo que siempre fue país abierto. Como ejemplo, algunos amigos de la Universidad de Barcelona –que no son precisamente antinacionalistas– me comentaban que había disminuido la calidad de la selección de profesores y catedráticos. Antes era una selección en base de treinta y muchos millones y ahora lo es en base de sólo siete millones.
- ¿Y la lengua catalana?
- Pienso que la revitalización del catalán y del mallorquín por sí mismos es positiva. Lo que me parece negativo es caer en imposiciones por vía normativa. El Boletín Oficial de turno no puede crear hábitos y obligaciones de lenguaje.
Mañana: Victoriano Anguera (V) Dalí y Miró
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