- Era usted muy joven, entonces.
- Tenía 26 años y estaba casada en Ibiza con el abogado ibicenco, Jaime Roig. No tenía intención de quedarme en Madrid, que me impresionaba un poco, e hice prometer a José María Calviño que, a los seis meses, me liberarían sin perder mi plaza en la isla. Pero, a los seis meses, ya estaba enganchadísima. Había descubierto un mundo completamente nuevo, en el que me esperaba toda clase de zancadillas, puñaladas y malas historias. Pero, curiosamente, cuando yo llego a Televisión Española, se produce una renovación muy importante. Lo malo es llegar a un sitio y estar sola en un entorno ya muy instalado. Pero, en ese caso, había al menos cincuenta personas nuevas. Ángeles Caso, Lobatón, Manuel Campo Vidal y otros que estaban allí me ayudaron muchísimo en aquel entonces. Y yo pasé tres años de una felicidad total, aprendiendo muchas cosas.
- ¿Por qué abandonó la tele, si estaba tan bien?
- Porque llegó un momento, que me estaba enquistando en lo que es una pura imagen. Coincidió con la llegada de Pilar Miró, que era muy buena Directora General en la programación de cine y de series, pero que no dominaba los informativos que perdieron mucho fuelle. Justo en ese momento me llamaron de la SER para que fuera a dirigir los fines de semana. Vi una oportunidad magnífica para hacerme una periodista y dejar de lado mi aspecto de presentadora. Pensé: “Si sigo aquí, puedo acabar con cualquier cambio de criterio de un nuevo Director General que no le guste mi cargo”. Yo no era más que eso o muy poco más. Sabía que tenía que hacer periodismo a pie de calle y de obra, e infiltrarme en los lugares más insospechados, cosas que, en televisión, no había hecho. Me pareció una idea estupenda y un buen momento para dejar la televisión en la que ya empezaba a no encontrarme tan bien. Y, ante esta oferta de empezar de nuevo en una historia de radio, opté por ella.
- Sin embargo, su cambio no fue igualmente interpretado por todos por igual.
- Mucha gente se escandalizó porque abandonaba voluntariamente la presentación de los Telediarios que, en la época del monopolio televisivo, tenían una audiencia masiva, de veinte millones de personas. La popularidad, en aquellos momentos, era desbordante. Yo lo miraba desde fuera, como una espectadora, porque todo aquello me hacía mucha gracia. En el fondo, me parecía tan divertido y me lo pasaba tan bien... Pero, en un momento dado, me asustó porque veía que la popularidad me aislaba mucho. Sin embargo, nadie comprendía cómo iba a hacer un programa de radio de fin de semana cuando este espacio no existía en la radio, salvo los deportes por la tarde, y cómo iba a dejar algo tan brillante y tan florido como la televisión. No sabía si me iba a estrellar. Pero estaba segura de que así no podía seguir.
Mañana: (IV) En la cresta de las ondas
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